Photo by Gabriele Protti
Hacia frío, y era martes o miércoles en Buenos Aires. También sé que era Julio en Buenos Aires, y en gran parte del mundo. Eso lo sé seguro porque es el único mes del anio que toco el timbre en casa del Ministro Pistarini.
Durante unos días no conduzco. Mis padres me explican las reglas de la casa otro año más como si nunca hubiera vivido allí -“Abrí la ventana del lavadero y después prendes el calefón, asi no se embolsa el aire y se te apaga mientras te estás bañando”, “mirá que acá roban y secuestran” ,” cuidado con la cartera” “Acá no sabes las cosas que pasan…” “Andá a ver a las tías que te estan esperando”, “abriga a la nena”, “que te vea entrar el taxista”,”ojo en el cajero vos sos tan distraída”…-
Aquél día tomé el colectivo “2”. Recorre medio Buenos Aires y tiene unos asientos por arriba de las ruedas traseras desde donde vas mas alta y se ve mejor. Algunos hasta vienen, si tenés suerte con agujeros en el suelo. Así que por solo .80 centavos podés atravesar la ciudad, ver cúpulas, y el precioso suelo de mi casa.
14 hs.
Llegué tarde, como siempre. En eso siempre fuimos parecidas. Igual los años nos han vuelto mas puntuales.
Nos vimos como si fuera ayer, que cara tan noble y querida! Ella es de la casa del Ministro.
Caminamos en redondo y del bracete por Plaza Dorrego. Para eso sí que hay que tener intimidad, y confianza, y frío. No había nadie. Mejor
Ella parecía estar buscando pentagramas para tapizar un baño musical. Esa fue la parte donde no le presté demasiada atención.
16hs.
Yo seguía sin buscar nada. Las recomendaciones paternas se esfumaron.Y las dos solo queríamos contarnos historias reales y deseadas, que son las mejores.
18hs.
El té con leche siempre viene bien en el cafecito de la esquina.
Desde la ventana del bar, la Plaza Dorrego comenzó a girar lentamente, como un antiguo carrousel, parando por unos segundos al final de cada capítulo contado por nosotras.
Eran las 20hs, y ya plena noche de frío.
La puertas abatibles del café se abrieron, me di cuenta por la corriente, y me acordé de papá y del calefón.
En un momento llegaron y se sentaron con nosotras. Eran cuatro o cinco gordas sonrientes que, acostumbradas al frío moscovita, empezaron a desvestirse la una a la otra, sin problemas. Se desvetían y se reían al mismo tiempo. El mozo acercó más sillas pidiendo gentilmente a la mesa de atrás si las thonet restantes no esperaban a nadie más para el préstamo.
Eran las 21hs.
Las rusas no hacían más que reirse y burlonamente nos contaban su precio. A mí, no sé como decirlo, me cayeron mal. A ella, a la del pentagrama le divertía más la situación. Las conté de nuevo. Cinco, todas iguales, brillosas como pieles de cebollas, y cada una unos centímetros más pequeña que la otra. Por la torpeza propia de la formas y de lo resbaloso de la laca que las cubría, una de ellas cayó de la silla thonet partiéndose al medio. La otras, siempre sonrientes, y en rusa camaradería, saltaron en su ayuda. Ahora eran diez piezas desencajadas y esparcidas por el suelo en las que no perdería mi tiempo. A pesar del despilfarro seguían brillantes, gordas, sonrientes.
Ya eran las 22hs.
Allí quedaron esas féminas de Chabrol en territorio foráneo y esparcidas por el San Telmo porteno, donde nunca pensaron acabar. Muñecas rusas, tantas como tantas llevamos dentro.
Pagamos, y al mover las sillas para abrigarnos ya no estaban allí. Solo había un espejo roto que de mi bolso debió caer.
De nuevo del bracete caminamos otro poco, hablando de lo que mejor sabemos hablar y sabiendo que hasta un nuevo Julio allá, y en gran parte del mundo, no nos volveríamos a encontrar.
De los pentagramas nada.
23:30hs.
Abrí la ventana del lavadero, solo un poquito, y me bañé en casa del Ministro Pistarini, donde el agua aunque no sale bien siempre me mima.