viernes, 7 de febrero de 2014

El cuervito


Después de la segunda aspirada de paco se quedaba ofrecido a la nada por un par de minutos bajo el mismo puente del bajo Pompeya. El cuervito remontaba el efecto rascándose con furia las piernas, sacudiendo las zapatillas en espasmos alocados y abriendo las pupilas de manera bestial. Me daba miedo hasta a mí que lo seguía siempre de lejos. Pronto se metía por algún callejón a esperar al primero que pasara para arrancarle lo que llevara encima, dejándole marcado su puño apretado de muerte y su mirada helada en la memoria. Cuando chicos, él pateaba la pelota como nadie y yo, yo siempre le gritaba que iba a jugar en la primera, sacándole a veces hasta una media sonrisa que se borraba en sangre cuando entraba su viejo borracho a la casilla. Mi mamá salía de noche al puerto, me daba cuenta lo que hacía. Nací sabiendo y lo que me faltó por saber me lo contó el cuervito. Enseguida nos hicimos amigos. Yo le guardaba parte de la comida que mamá dejaba a la noche para mí y él me cuidaba a trompadas del degenerado Ibañez que vivía tres casillas más allá. 

Había nacido para morir pronto. 

A veces, con el mismo fuego de la vela que usaba para prender el paco bajo el puente de Pompeya, se quemaba a mechones su pelo duro y nos daba risa, pero me apartaba luego con sus brazos de espaguetis para no verlo mientras se ponía con esa mierda.

… Y le decíamos el cuervito porque era de San Lorenzo.