Silvestre,
era un gato rutinario. Cada tarde después de su almuerzo se tomaba
diez minutos para afilar sus pezuñas en algún rincón de gotelet,
luego estiraba sus patas en dos o tres contorsiones de yoga y,
mientras se chupeteaba el bigote gatunamente, decidia por donde
empezar la persecución.
Speedy,
el ratón de la casa, sabía lo que venía. No le gustaba nada que
Silvestre se interpusiera para que él llegara a los restos de
comida, pero no tenía remedio.
Silvestre
amenazaba con un suspirado “¿Dónde estás ratita linda?”. Asi
que Speedy arrugaba el hocico, sacudía en un latigazo su hilacha de
cola, y volteaba el zocalillo de uno de los cuartos saliendo de su
escondite a toda carrera por los corredores de la vieja casa en
dirección a la cocina del piso de abajo. Sus patitas no impedían
una extrema velocidad, aunque indefectiblemente resbalara en cada
giro como si pisara puro aceite.
Las
maderas chillaban, los chiflidos de ambos sonaban y algún marco
tambaleaba como en esas ostentosas persecuciones de automóviles que
tan bien reproduce Hollywood. Speedy, veloz como un rayo, tenia varios
huecos de entradas y, aunque llegaba siempre con el corazón en la
boca, nunca le faltó algo para cenar.
Una
tarde, quien sabe por qué, Speedy desafiante se clavó en seco y le
dijo con acento mejicano “Cómeme, hijo de puta!”
Silvestre
sorprendido se acercó, sinuó su cuerpo peludo, y de un zarpazo lo
deglutió sin resistencia alguna.
Sintió
el crujir de los finos huesos y de la sangre ligera de Speedy pasar
por su garganta ahora peluda de ratón. Durante toda esa noche por su
boca escupiría pequeñas madejas de pelo eructando a la vez el olor
amargo de su presa.
La
digestión acabó finalmente a los dos días.
Las
tardes se hicieron lentas y el cojín en el que dormía sus siestas
más pesado y más profundo. Comía apenas, dejó de afilarse
las pezuñas en el gotelet y olvidó definitivamente el yoga.
Se
sentía triste, aburrido, solo, viudo de deseo.
Asi
pasaron unas semanas hasta que, resuelto a combatir la depresión, se
acercó al ordenador, lamió el ratón electrónico con cierta
melancolía, revoleó los ojos resignado, y compró un hampster en
Ebay.