
Sucumbió facilmente al encanto de la Alfama. Aún hoy guarda el gusto por los lugares más antiguos de las capitales que visita.
El dinero en ese entonces tampoco desbordaba, y ofrecía entre las opciones europeas de estudio y escape casi la única oportunidad.
... La Alfama, el viejo rincón de Lisboa, quieta, retorcida, calurosa, detenida como un domingo. Allí, hace algunos años ya, ocupó ella un cuartucho propio de estudiantes en un edificio naranja desteñido. El cuartucho apenas le dió lo necesario para saberse por primera vez libre.
El verano es insufrible en la Alfama, apenas se sacude por la levedad de las ropas tendidas, por el triste suspiro de su fado, y por sus flores ardientemente trepadoras.
La excusa para la estadía era el estudio del arte. En realidad buscaba el arte de la libertad, el arte del amor, el arte de la soledad, no de la historia del arte, pero eso era lo que los folletos ofrecían, y lo otro no lo supo hasta mucho después.
Se conocieron en el cursillo que explicaría “Introducción a la Historia del Arte I” para los que prestaran atención.
Los pelos largos de él, su desaliñado aspecto, la misma música, los Marlboro, los rulos de ella, sus pechos, su andar y poco más los unieron. A esas edades lo único necesario son las diferencias anatómicas, el deseo, y la risa.
El subía con pretextos las terribles subidas y caracoles de la Alfama para visitarla, para traerle unos duraznos del mercado y pelárselos casi en su boca, ella acompañaba el escenario vistiendo lino blanco casi a diario y una pulserita de mostacillas que femeninamente le colgaba de su tobillo dorado. Se reían a veces, hasta que él empezó a hacerle los firuletes correpondientes al amor de alturas, los mismos firuletes que adornan las bonitas rejas de la Alfama y los mismos firuletes de la pasión y los de la arquitectura colonial.
Los estudios académicos no avanzaban, ni los de él, ni los de ella. Los otros sí. Ella nunca aprendió mucho, aunque lo intentó y llegó incluso a obtener algunos títulos, pero al final olvidaba prontamente lo que leía deduciendo que el hecho en sí del estudio la apartaba de la vida.
Así, él apareció en el momento y con la excusa perfecta para abandonar los motivos que arrastra el aprendizaje formal por los del arte de amar.
Asi, ella envuelta en algodones blancos abrió la ventana y con el viento que sopla desde la verde Sintra voló los papeles del arte y empezó la rutina sonriente de cambiar sábanas a diario...
Muchas tardes el calor le quitaba hasta las ganas de él, y prefería quedarse sola, más lenta, sonriente, disfrutándose y completamente libre como una eximia oda al viento aprendiendo el arte de la libertad y de la soledad gustosa.
Otras, él entraba con los melocotones de la estación, se los pelaba en la cama, y se los goteaban mutuamente sabiéndose jóvenes. A veces, él derretía las agujas del tiempo con el calor de ese verano portugués, y sin ventiladores siquiera se revolvían los cuerpos entre frutas y demás sabores.
A veces ella, generosamente le mimaba los pies mientras de refilón esperaba que una brisa se colara por las ventanas del cuartucho de la Alfama. Otras, le invitaba a salirse y a dejarla en su novata soledad para poder abrir las ventanas e inhalar libertad.
Ella era parte de él, ella era todo de ella. El empezaba a ser nada sin ella, ella empezaba a ser todo para él.
Ella se necesitaba en soledad, en libertad, en silencio.
Y así pasó el verano sin aprender arte, portugués, y sin reconocer el amor del caracol de la Alfama.
Parece, pensaron unos que el amor de él fue mayor cuando ella lo despidió y él se cruzó tristemente la bandolera batik y enfiló hacia abajo las barrancas del barrio con un Marlboro en la boca.
Más tarde, bajaría ella también las mismas barrancas y firuletes de la Alfama vestida de blanco, con la pulserita en el tobillo, y oliendo su piel todavía a melocotón.
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21 años después, ella lo recordó recordando hasta su nombre, y ahora desde la vecindad emprendió un mini viaje en soledad hacia Lisboa.
Recorrió la Alfama después de tanto tiempo, no era verano, no importaba mucho para la recreación mental del amor pasado. Se alojó adrede en un cuartucho similar, pudiendo pagar esta vez algo mejor, y se sentó en una camita de una plaza después de abrir las ventanas.
Necesitó 21 años para reconocer un amor, sólo 3 días en soledad, el mar picado de la bahía lusitana, un libro de Neruda que colaboró en el proyecto, un 1/4 de melocotones, y un poco del viento libre que llega siempre desde Sintra.