domingo, 22 de junio de 2014

Feliciano

Fue un tiempo pequeño. Sería invierno y sería domingo. Un velo de sol atraviesa el cristal de una habitación de mi niñez. Mi abuelo, el que tocaba el bandoneón, el de los ojos grises, me sienta sobre sus rodillas; mi pelo gotea frío  y la toalla con la que me envuelve el pelo negro parece un bizcocho noble que se lleva la lluvia que me había entrado. Con sus dedos hace pentagramas de terciopelo por los que desliza mi cabellos y sobre los que echa un aire finito y tibio. Me está secando el pelo nada más. El ritual va lento, siento como ese sol vago hace, a su pesar, su tarea sobre mis pocos años y aclara mi pelo interminable. Ya está! Como un limpiaparabrisas sin control me sacudo la cabeza mientras me muero de risa y más le hago reir a él.
Vuelvo a mover mi cabeza como una batidora y me río tanto que el abuelo tiene que sostenerme con sus manos de flecos para que no me caiga. La varilla de sol se afina más sobre nosotros y me doy cuenta que lo quiero.

viernes, 6 de junio de 2014

De reojo


Estrategicamente, la ultramarina escultura de Manolo Valdés: “Dama Ibérica”.me mira de reojo cada vez que la bordeo. A partir de su guiño sé que ya estoy en la misma ciudad. Ella me da los buenos dias y es la última referencia ornamental urbana que veo antes de dormir. Es una escultura imponente pero no soberbia y, a pesar de su minimalismo figurativo, atractiva. La otra escultura que siempre llama mi atención por sus aires infantiloides es la Ripollés: “Homenaje al libro” . No sé si me gusta o no, aunque confieso que al menos ubicada en el centro de una clara área de esparcimiento guarda cierta sensatez. La otra escultura-fuente también tratando de convertirse en arquetipo de la ciudad es la delgadísima andrógena “Pantera Rosa” de Miquel Navarro. Y aquí sí que, indefectiblemente, me adentro en el tema de la identidad. Mi casa habla de quien soy.

La identidad urbana está dada por aquellos símbolos aprobados convencionalmente por un grupo respecto al lugar donde ese grupo se desarrolla y que determina que ese entorno de espacio sea reconocido como propio de ese lugar y no de algún otro. Es aquello que sus miembros tienen y han tenido en común desde hace tiempo, aquello que los identifica como pertenencientes a ese determinado lugar. Claro está, que este repertorio de códigos societarios es mutante, aunque en general, el proceso de cambio suele ser bien lento. Asimismo, dentro de una ciudad encontraremos pequeñas identidades barriales que tienen un tono, un sabor particular propio de ese micro sector urbano, como la identidad tan definida del Cabanyal o la de El Carmen.

Uno de los efectos de la globalizacion y del tan aséptico posmodernismo ha sido el borroneamiento de esta identidad urbana. Las fronteras desaperecen, los muros caen, la comunicación se inmediatiza, y aquellos límites, tan facilmente reconocibles hace treinta años -sushi sólo se comía en Japón- se diluyen dejándonos a algunos con la nostalgia de aquellos tiempos en los que se sabia muy bien en donde se estaba.

Tal vez por esta razón es que noto una revalorización de lo vintage, una estética nueva del diseño de lo viejo, una recategorización de los barrios mas viejos como la nueva y emergente bohemia urbana, una necesidad de aferrarse a aquel ADN último tronco posible en medio del vendaval. Aún así, este nuevo romaticismo del pasado no es más que una demostración volatil y pueril frente a tanta competencia viral, masiva e internateada.

Respecto a Valencia, la ciudad que me acoge desde hace pocos años, me pregunto a veces cuáles son sus significantes identitarios.

Lo primero en lo que pienso cuando pienso a Valencia es en su luz, en su condición de rebelde marítima y en la elocuencia de sus huertas. Después, sin duda, pongo la mirada en su arquitectura, a la que divido brutalmente en tres categorias: la antigua, la modernista y la futurista, representada ésta última en su gran mayoria por el conjunto de la Ciudad de las Arts de Calatrava que refleja, a mi modo de ver, la intención, un tanto impuesta, de aquello que más quisiera ocultar: un cierto complejo de inferioridad. Creo que, en general, los emplazamientos ultramodernos en las viejas ciudades, como La Defense en Paris o el complejo de las Arts de Valencia, necesitarán de muchísimas décadas, si es que algunas vez llegan a cuajar del todo, para convertirse en nuevos simbolos identitarios. Distinto el caso de Dubai o New York donde el skyscraper es en sí el mismo logo fundacional de estas urbes.

Es, para mí, su modernismo la manisfestación que más representa a esta ciudad y que mejor traduce, en una exuberante, profusa y hasta emocional expresión decorativa, la fuerte identidad del espíritu valenciano: la línea ondulante como su mar, la modulación formal, el elemento figurativo, lo orgánico reflejo de sus anchas huertas, la naturaleza, el color, la luz.

Rebusco en este hilo conductor de la identidad urbana y su reflejo en la ornamentación de la ciudad y las conclusiones se me hacen más borrosas, aunque creo que la lánguida pantera de Navarro bien podría encontrase en cualquier otra ciudad del mundo. Ahora, nuestra Dama Ibérica del Campanar sólo puede estar aquí para mirarme de reojo a la salidad de su ciudad.