De los años que llevo creciendo en esta playa he aprendido a
mirar, por ejemplo, cuán lento crece la marga de mar. Sé, que la
mas rosada se abre timidamente entre el 4 al 7 de marzo de cada año.
Si ha llovido mucho tardará un día o dos más en sacudirse el resto
acuoso que le pesa. Hay alguna que otra marga de color amarillento
del otro lado del peñasco, y esa saldrá solita para la primera
semana del mes de abril. Hay pocas flores por esta costa, la verdad.
De niña bajaba siempre hasta aquí y jugaba con la
roca, ésta que sedienta de sales se adentra solitaria al mar, como
quien juega con un gigante. Yo me peleaba como un aventurera con ella
a quien llamaba “el Miravent”. Por la tarde mi sombra cortaba la
playa en dos en una diagonal infinita en negro claro, que no llegaba
ni al gris, y se convertía en monstruo de arena oscura que desafiaba
al Miravent. Yo sólo conocía las patas de mi socio aventurero; a
veces me escondía en su hueco irreverente y entre los dos luchábamos
contra aquel ogro de arena oscura que se movía cada vez que lo hacía
yo.
De
lo que nunca me quité el miedo fue del sonido de ese viento que en
invierno parece venir de la misma entraña del mar y que hora a hora
va tallando a mi socio aventurero barriéndole los sobrantes de esa
piedra brava y rojiza que lo envuelve. Ese viento grave, dueño de
espumas y conocedor de mis pensamientos, se me aparece hasta cuando
estoy lejos para contarme en qué ando yo.
Y
aún, aún me queda el mar …